Los vientos
renovadores del modernismo en el último cuarto del s. XIX significaron el
primer logro colectivo de categoría universal alcanzado por las letras
hispanoamericanas. Por añadidura, removieron completamente toda la literatura
hispánica. Sobre todo por el flujo ambivalente de Rubén Darío (1867-1916),
cuyas misiones diplomáticas y su existencia bohemia le llevaron a deambular por
diversos países de América y de Europa, siendo fecundos en particular sus
contactos con España. Figura central del movimiento, fue también quien mejor
definió sus objetivos: desatar a la poesía de unas formas tradicionales que se
había vuelto anquilosadas y encaminarse a la búsqueda de la belleza, tallada en
lo sensorial, la luz, el color. Se estaba a un paso de concebir el arte puro,
el arte por el arte.
Las
experiencias técnicas con que se trato de encontrar lo puro, lo estético, lo
nuevo, incluyeron desde el cosmopolitismo y el culto por lo exótico (el
modernista quiso ceñirse a un arte atemporal, universal, evitando todo lo
local, regional, coetáneo) al escapismo y al misticismo. Hubo una doble
corriente de influencias: francesas (parnasianismo, de quienes recogió el afán
de perfección a toda costa, simbolistas) y anglosajonas (Poe, Whitman). Y hubo
el reclamo perentorio de un vacío que debía llenarse, el resultante de la
filosofía positivista de August Comte. Ésta había minado las creencias
antiguas, pero sin proporcionar otros sustitutivos que el progreso material, la
deificación del bienestar. Los modernistas atendieron a poetizar debates y temas
que eran independientes de tales preocupaciones materialistas, entre ellos la
relación sexual, las ramificaciones carnales del amor, hasta entonces verdadero
tabú en la literatura americana, igual que la española.
Una urdimbre
subterránea la aporto el fenómeno de frustración
generalizado por las pequeñas burguesías en la República sudamericanas, cuyo
tejido social se había ido diversificando a lo largo del s. XIX. Contra el
código de valores impuesto por unas oligarquías dominantes en alianza con
intereses extranjeros (los norteamericanos empezaban a sobreponer a los
europeos) arremetió la propuesta modernista, en realidad cargada de nuevas
proposiciones morales. El instrumento político, la literatura al servicio de la
causa como en la etapa anterior, sino el puramente artístico.
Aunque se
suele proponer 1880 como fecha de arranque del Modernismo, su atmósfera
encontró un caldo de cultivo apropiado en una serie de poetas que habían echado
la simiente con cierta anterioridad. En Cuba, los modos expresivos de José
Martí (1853-1895) habían constituido una especie de idioma. Junto con su figura
cabe alienar a Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), en México; a José Asunción
Silva (1865-1896) en Colombia (Los
maderos de San Juan y Día de difuntos
cuentan entre sus mejores poemas); y a otro cubano Julián del Casal
81863-1893), con una obra de extrema habilidad formal (Hojas al viento, 1890)
Esta
plenitud se cifra entre 1888, fecha de la publicación de Azul por Rubén Darío
(libro que reúne poemas y cuentos en prosa) y la Primera Guerra Mundial. Las
otras dos obras fundamentales del escritor nicaragüense fueron Prosas profanas (1896) y Cantos de vida y esperanza (1905). Las
posteriores comprendieron espléndidas composiciones, pero sin brillar en su
conjunto a tamaña altura: pueden escogerse El
canto errante (1907), Poemas del
otoño y otros poemas (1910) Canto a
la Argentina y otros poemas (1914). Esta producción rubeniana recuperó o
inventó las más diversas combinaciones estróficas y rítmicas y un léxico nuevo
de enorme eficacia plástica y musical.
Del cuantioso
plantel de modernistas surgió en cada país bastará con la mención de los más
sobresalientes. En México, el singular Salvador Díaz Mirón (1853-1928) renegó
de sus encendidos versos revolucionarios en favor de las novedades del registro
poético. También se encuentra el prolífico Amado Nervo (1870-1919) abandonó los
lujos verbales y pintorescos de su primera etapa (Perlas negras, 1898; Jardines interiores, 1905) por una sencilla,
transida de sentimiento religioso, que caracterizó sus años postreros (La amada inmóvil, El arquero divino, póstumos). En Perú destacaron José Santos
Chocano (1875-1934), que fue quien mejor ilustró la desviación de causes
modernistas hacia los temas del americanismo, en su pintura visual de la
naturaleza, el indio y sus leyendas (Alma América, 1906), y José María Eugeren
(1882-1942), creador de atmósferas cercanas al sueño. En Colombia, Guillermo
Valencia (1873-1943) aportó un libro único, pero importante: Ritos (1898). En Bolivia, Ricardo Jaimes
Freyre (1868-1933) y Gregorio Reynolds (1882-1948) cultivaron una
experimentación casi de laboratorio (Los
sueños son vida, 1917, y El cofre de
Psiquis, respectivamente).
En este
espacio se presenta un poema de Rubén Darío titulado: Lo fatal, este poema cierra el libro Cantos de vida y esperanza unas de sus obras más logradas, tras dos
obras plenamente modernistas como fueron Azul
y Prosas profanas.
Poema
alejado del preciosismo esteticista que tanta fama dio a Rubén Darío, en él se
canta la preocupación profunda del fin de la existencia, el terror a lo
ignorado, un tema recurrente en su obra.
Dichoso el árbol que es apenas
sensitivo,
Y más la piedra dura, porque ésa
ya no siente,
Pues no hay dolor más grande que
el dolor de ser vivo.
Ni mayor pesadumbre que la vida
consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin
rumbo cierto,
Y el temor de haber sido y un
futuro terror…
Y el espanto seguro de estar
mañana muerto,
Y sufrir por la vida y por la
sombra y por
Lo que no conocemos y apenas
sospechamos,
Y la carne que tienta con sus
frescos racimos,
Y la tumba que aguarda con sus
fúnebres ramos,
¡Y no saber adónde vamos,
Ni de dónde venimos!...